martes, 26 de abril de 2011

Una vida de aventura sin medir los riesgos

AP
Karol Wojtyla, que eligió el nombre de Juan Pablo II, saluda desde el balcón del Vaticano después de su elección
ABC
1921. Su madre falleció cuando tenía nueve años
1930. Retrato de la infancia
AFP
1981. El 13 de mayo sufre un atentado en la Plaza de San Pedro
AP
1983. El Papa acudió a ver a Alí Agca a la cárcel y le otorgó el perdón
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«Yo también soy de Galicia», bromeó Juan Pablo II en su primer viaje de 1982 a Santiago de Compostela, donde invitó a la «vieja Europa» a redescubrir su grandeza. Muy pocos sabían que había nacido en la Galicia o Galitzia que ocupa el extremo oriental de Polonia y el occidental de Ucrania. Las fronteras han cambiado muchas veces, y el joven Karol Wojtyla hizo parte de su servicio militar en un lugar que entonces era Polonia y hoy es Ucrania.

Wadowice, el pueblecito donde Karol Wojtyla vino al mundo el 18 de mayo de 1920, se encuentra a medio camino entre Cracovia —la antigua capital polaca, cargada de belleza, cultura e historia—, y una localidad, Oswiecim, desconocida por su nombre polaco pero conocida mundialmente por el nombre alemán: Auschwitz. Karol Wojtyla nació en un lugar difícil y tuvo una vida arriesgada desde los 19 años, cuando los alemanes invadieron Polonia y cerraron la Universidad Jagelónica de Cracovia. El joven estudiante de filología polaca empezó a trabajar en una cantera —como ayudante del dinamitero— para evitar el traslado forzoso a Alemania como obrero en la industria de guerra. Así pudo seguir cuidando a su padre, el capitán Karol Wojtyla, jubilado del ejército austro-húngaro, que estaba ya enfermo y fallecería en 1941. A partir de aquel momento, «Lolek» se quedó solo en la vida. Su madre, Emilia, había muerto en 1929, cuando él tenía sólo 9 años, mientras que su hermano mayor Edmund, «Mundek», médico, falleció en el hospital de Bielsko Biala en 1932 cuidando a los enfermos de una grave epidemia de escarlatina.

En sus ratos libres, Karol Wojtyla participa en la resistencia cultural a la ocupación nazi como miembro del «Teatro de la Palabra». Interpretaban piezas polacas de casa en casa sin ropajes ni escenarios: simplemente recitando unos textos muy amados, que aprendía de memoria con gran facilidad. El joven obrero pasó de la cantera a la fábrica de sosa cáustica de Solvay, donde manejaba una caldera durante el turno de noche. Era un trabajo que le permitía estudiar y leer libros de espiritualidad, pues estaba madurando una vocación al sacerdocio. Poco después empezaría otra etapa de su vida como seminarista clandestino hasta que la Unión Soviética expulsó de Polonia a los alemanes.

Pero las aventuras no terminaban ahí. El dominio soviético fue casi tan duro como el alemán, y el joven sacerdote Wojtyla realizaba parte de su trabajo en la clandestinidad. Era un intelectual, y muy pronto fue nombrado capellán universitario. Para poder hablar tranquilamente con los estudiantes organizaba excursiones de varios días en kayak, con tiendas de campaña. Utilizaba como altar una piragua volcada, y como cruz un par de remos cruzados. A los sacerdotes se les prohibía realizar ese tipo de actividades con estudiantes. Por eso no llevaba sotana ni era tampoco el «padre Karol». Los chicos y chicas le llamaban «tío», un «nombre de guerra» que siguieron usando el resto de su vida.

Persecución religiosa

Como sacerdote y obispo joven, Wojtyla siguió ayudando a los hermanos en el sacerdocio de la vecina Ucrania, una de las repúblicas de la Unión Soviética, donde la persecución religiosa era mucho más fuerte. Curiosamente, el obispo Wojtyla vivía dentro del Telón de Acero pero estaba muy al tanto de lo que sucedía fuera. Conocía perfectamente el mundo occidental —con sus virtudes y sus defectos— y estaba convencido de que toda la Europa del Este debía recuperar la libertad.

Su lectura del Evangelio le llevó a promover la reconciliación formal entre los obispos de Polonia y los de Alemania, para dejar atrás el odio generado durante la Segunda Guerra Mundial. Fue uno de los participantes más jóvenes en el concilio Vaticano II, que aplicó con pasión en su diócesis de Cracovia. En 1967, cuando Pablo VI le nombró cardenal era todavía muy joven, pero había acumulado una riquísima experiencia humana: estudiante, actor, poeta, obrero, seminarista clandestino, profesor universitario en Cracovia y Lublin, filósofo, teólogo… y sobre todo místico. Había aprendido a rezar de la mano de su padre el capitán Wojtyla y, ya en Cracovia, en el círculo de amigos del sastre Jan Tyranowski, organizador del «Rosario Viviente», quien enseñó a muchos jóvenes a hacer oración personal y a adentrarse en el trato con Dios según la espiritualidad carmelitana.

Aquel joven poeta —que había explorado temas sociales durante su trabajo en la cantera y participaba como actor clandestino en la resistencia cultural al nazismo— se convirtió, como obispo, en pieza clave de la resistencia espiritual al comunismo. Su batalla por construir una iglesia en el nuevo barrio obrero de Nowa Huta terminó en triunfo gracias a una tenacidad de hierro y a la valentía de acudir a celebrar la misa en el descampado la noche de Navidad a muchos grados bajo cero.

Los años del Concilio Vaticano II (1962-1965) permitieron a muchos obispos descubrir la talla intelectual de su colega de Cracovia, candidato evidente a responsabilidades más altas. Pablo VI le nombró cardenal en 1967, y ya en el primer cónclave al que acudió en agosto del 1978 recibió la confianza y el voto de algunos padres conciliares. La repentina muerte de Juan Pablo I a los treinta días de su elección fue la señal de que había llegado el turno de Wojtyla, quien viajó a Roma en octubre con el presentimiento de no regresar a Polonia.

«Dejadme ir»

Aquel 16 de octubre de 1978 en la Capilla Sixtina, el cardenal Wojtyla tomaba notas mientras se leían los nombres de las papeletas. En un momento determinado, los votos a su favor llegaron a los dos tercios del total. En ese momento escribió: «A las 17.50, Juan Pablo II». Comenzaba así un pontificado de 26 años —el tercero más largo de la historia— que batiría prácticamente todos los récords hasta terminar el 2 de abril del 2005 con un debilísimo susurro a sor Tobiana, su fiel asistenta y enfermera durante media vida: «Dejadme ir a la casa del Padre».

Si su biografía en Polonia era una novela de aventuras, el traslado a Roma como sucesor de Pedro aumentó el ritmo y la envergadura épica. Comenzaron enseguida los largos viajes para llevar la alegría del Evangelio hasta los confines de la tierra. El «atleta de Dios» recorría el planeta como un torbellino, levantando el fervor de los cristianos en los lugares más alejados de Roma, por distancia, como en Australia, o por cultura como la India o el Burkina Faso. Arriesgó su vida en Sarajevo, en Damasco, en Filipinas y en tantos otros lugares.

Su largo pulso con el sistema comunista de Polonia terminó con el triunfo del sindicato libre «Solidarnosc» y, poco después, la caída del Telón de Acero y el desplome del comunismo en aquellos increíbles meses a caballo de 1989 y 1990. Fue quizá su mayor alegría, mientras que las amarguras incluyen la primera guerra del Golfo, la guerra de los Balcanes y, sobre todo, la invasión de Irak como respuesta equivocada al atentado contra las Torres Gemelas en el que Irak no había tenido arte ni parte.

La cercanía de la muerte en el atentado de 1981, el descubrimiento del mensaje de Fátima y el comienzo de las enfermedades aportaron una profundidad y una riqueza impensables a un pontificado que asombraba ya al mundo entero. El primer eslavo que sucedió al Pescador de Galilea se convirtió en punto de referencia moral para la humanidad. Fue el primer «Papa del mundo», escuchado por mandatarios de Oriente y de Occidente, del Norte y del Sur como se vio el día de sus funerales. Fue Juan Pablo II «el Grande». Benedicto XVI y todos los cardenales presidirán el próximo domingo 1 de mayo la ceremonia de su beatificación, que toda la Iglesia espera con gran emoción.

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