domingo, 27 de febrero de 2011

Una cubierta para un siglo


Un enorme caparazón de acero de 105 metros de altura permitirá desmontar los restos del accidente sin que se produzcan fugas de radiactivad

Día 26/02/2011 - 04.22h

En cierto modo se parece al puente de mando del Titanic. La sala de control del reactor número 4 de la central de Chernóbil es como un escenario abisal en el sarcófago que contiene los restos del accidente más grave producido durante toda la historia de la energía nuclear. Para entrar en esta sala, desde la que se dieron las órdenes que el 26 de abril de 1986 causaron la catástrofe, hay que pasar una innumerable serie de controles de seguridad y vestirse con ropa de protección que será luego descontaminada. Veinticinco años después, esta parte de la central es como una especie de memorial para los más de 3.400 obreros que todavía acuden a trabajar cada día, a pesar de que tienen que transitar por zonas en las que la radiactividad alcanza niveles más de mil veces superior al normal.

El último de los cuatro reactores de la central se paró en diciembre del año 2000 y ahora el trabajo consiste en gestionar el desmantelamiento del que debía haber sido uno de los complejos nucleares más grandes del mundo y que ahora es uno de los puntos más peligrosos del planeta. El actual director de la central, Igor Gramotkin, contempla esta misión con cierta distancia: «Oh, sí. Si quiere plantar coles o patatas en esta zona puede hacerlo ahora mismo, tendrá una cosecha estupenda. Lo malo es que si quiere comérsela, tendrá que esperar 20.000 años» hasta que haya desaparecido toda la radiactividad. Por eso, que se hayan dado el plazo de un siglo para desmantelar los restos del reactor accidentado no le parece mucho tiempo: «En términos de una vida humana es una eternidad, pero en la historia del planeta no es más que un instante».

740 millones de euros

Un consorcio internacional financiado por el Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo ha empezado a construir un gigantesco escudo de acero que será ensamblado en las proximidades del reactor y que se deslizará después para cubrirlo completamente. Debajo de ese caparazón será posible trabajar para desmontar los restos del accidente sin que el polvo altamente radiactivo se escape a la atmósfera ni penetre el agua de la lluvia que podría arrastrar fuera las sustancias peligrosas. Para construir ese hangar de 105 metros de alto y 257 de ancho, capaz de albergar de sobra cuatro campos de fútbol, el Fondo Internacional que ayuda a Ucrania para hacer frente a los inmensos gastos de gestión del accidente estima que necesitará unos 740 millones de euros adicionales, que espera recaudar en una conferencia de donantes que será convocada con ocasión del 25 aniversario del accidente.

La Unión Europea es el primero de esos donantes y se encarga no solo de participar en la construcción de este nuevo caparazón, sino también en la preparación de un segundo almacén —el primero ha sido un fracaso— para guardar el combustible utilizado en la central a lo largo de la historia y que se está diseñando sobre el modelo del que existe en El Cabril. Solo el reactor número 3 está vacío, pero hay que guardar todo el combustible que se guarda en las piscinas de refrigeración del 1 y el 2, que aún se dejarán «enfriar» durante treinta años. Para trasladar todo ese material radiactivo se tardará todavía más de 50 años.

Para Gramatkin, «es imposible que un accidente como el de Chernóbil pueda volver a producirse porque las circunstancias que llevaron a aquella catástrofe tampoco se pueden repetir». El eco de aquellos instantes fatídicos todavía resuena en el aire cargado de polvo de la sala de mandos del reactor número 4 que se ha quedado congelado en el esqueleto de las consolas oxidadas por el inmenso calor que desprendió la explosión del núcleo y del circuito primario de refrigeración. De lo que sucedió poco después de la 1 de la madrugada de ese 23 de abril de 1986 se sabe prácticamente todo, menos el número de víctimas atribuibles a esta catástrofe que afectó directamente a inmensas zonas de lo que hoy son tres países distintos (Ucrania, Bielorrusia y Rusia) y cuyos efectos nocivos se han dispersado a miles de kilómetros de distancia.

Por ahora alrededor de la central existe una zona de exclusión de 30 kilómetros que incluye al pequeño pueblo de Chernóbil y la ciudad de Pripiet, donde vivían 45.000 personas, la mayoría trabajadores de la central y sus familias. Todos fueron evacuados en una de las mayores operaciones de este tipo de la historia: en apenas tres horas fueron sacados de allí por las autoridades soviéticas (que por desgracia habían intentado ocultar el accidente, lo que retrasó innecesariamente la operación) para no volver jamás. Resulta impresionante entrar en una ciudad abandonada así durante 25 años y que está siendo absorbida por el bosque. A apenas 5 kilómetros de la central, la radiactividad en Pripiet es solo algo superior a la de Kiev, aunque esa apariencia de normalidad se atribuye también al hecho de que la nieve que cubre todo en esta época del año ayuda a confinarla.

Enfermedad y muerte

Andrei Lujov era un joven ingeniero que hubiera debido estar en la sala de control el día del accidente si no se hubiera programado precisamente la parada que lo causó. Le asaltan las lágrimas al pasar por la Avenida Lenin de lo que entonces era «una buena ciudad para los estándares soviéticos llena de parejas jóvenes y de niños» y hoy está siendo devorada por la maleza y los árboles. «¿Cuántos de mis compañeros murieron? No lo sé. El operador de la bomba principal desapareció y su cuerpo debe estar en alguna parte de la zona del núcleo del reactor, el segundo murió a causa de las quemaduras, otros 29 en los meses siguientes, ¿Quién sabe hoy cuántas enfermedades deben atribuirse al accidente?». Y a pesar de todo, sigue trabajando en Chernóbil, porque es probablemente uno de los empleos mejor pagados en Ucrania y porque la seguridad ahora es muy superior a la que disfrutan millones de trabajadores de la industria de este país todavía pobre y minado por la corrupción.

Para su director, si un día se decidiera hacer de la zona prohibida una especie de museo abierto al turismo «lo que los visitantes verían es adonde pueden llevarlos los errores que cometemos los seres humanos, pero al mismo tiempo se convencerían que pese a todo se puede llegar a controlar hasta un accidente tan gigantesco como este». Y mientras ese momento llega, Volodomir Holosha, el responsable del área de exclusión se tiene que preocupar ya de cómo podrá gestionar esas miles de hectáreas de bosque librados al abandono y donde salvo unas decenas de ancianos que volvieron a sus granjas de la zona limítrofe, hace 25 años que no puede entrar nadie.

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