martes, 12 de agosto de 2008

La trampa del Cáucaso

La Federación Rusa se siente cada vez más acorralada por EE UU, la OTAN y Japón. Su reciente poderío económico, consecuencia de sus inmensos recursos energéticos, de poco le vale para intentar romper el cerco estratégico al que se ve sometida. Tras perder la batalla de Kosovo, Rusia intenta ahora actuar en una zona vital para su supervivencia, el Cáucaso, provocando una nueva guerra convencional que ya ha dejado al menos 1.600 muertos y 30.000 desplazados. El apoyo a la separatista Osetia del Sur y el enfrentamiento militar con Georgia responden a intereses geopolíticos perfectamente calculados. O quizá no tanto. Moscú puede caer en una trampa mortal. Sentirse amenazado le ha llevado a adoptar actitudes agresivas que se pueden volver en su contra.
Desde que a principios del siglo XIX el imperio ruso se lanzara a la conquista de los principados georgianos, los nacionalistas de Georgia han soñado con expulsar a los rusos de su territorio. Frustración que se ha materializado habitualmente a través de la represión contra las minorías armenia, abjasia, adzaria y, muy especialmente, la oseta, dado que la mayoría de esta etnia se considera rusa. Aprovechando esta coyuntura, durante todo el pasado siglo las potencias occidentales utilizaron este nacionalismo georgiano y su repulsa a lo ruso para debilitar la posición del Kremlin en la zona. Con lo que las minorías se transformaron en el frontón al que iban a parar todos los pelotazos de los intentos rusos y georgianos de debilitarse mutuamente.
En la actualidad, Georgia se ha convertido en uno de los ejes de aplicación de la geopolítica de EEUU en el Cáucaso, siendo su apoyo incondicional; así lo demuestra el hecho de que esté en la lista de aspirantes a ingresar en la OTAN, al igual que Ucrania e incluso Azerbaiyán. Esto supone, probablemente, mucho más de lo que Moscú puede tolerar, dado que interpreta que la Alianza ha pasado de ser una organización defensiva a aplicar una implacable ofensiva geoestratégica. En esta línea, los intentos por controlar el 15% del petróleo mundial que se localiza en el mar Caspio buscan fórmulas alternativas de transporte que no pasen ni por territorio ruso ni de sus países aliados. En claro beneficio de los países europeos, estas rutas miran al Mediterráneo a través de Azerbaiyán, Georgia y Turquía, y al mar del Norte, pasando por Ucrania y Polonia.
Sintiéndose respaldado por sus viejos aliados -norteamericanos, alemanes, ucranianos y turcos-, ahora Tiblisi se ha creído con fuerzas para una acción sobre su república independiente de Osetia del Sur, la cual siempre ha aspirado a unirse a sus hermanos de etnia de Osetia del Norte, y así pasar a formar parte de la Federación Rusa. Rusia lo ha visto claro. Había que reaccionar. No se puede permitir ceder, y no va a hacerlo. Por un lado, se siente tan presionada estratégicamente que no le han dejado otra salida. Dar un paso atrás significaría el fin de su credibilidad y prestigio como potencia, tras el fracaso del sistema comunista. Tiene que demostrar que hay que contar con ella en el juego geopolítico, y para ello debe recuperar sus antiguas posiciones e influencias en el mundo.
En este intento, se ha aliado en la zona con Armenia e Irán. El primero le podría servir para azuzar los sentimientos de los nacionales armenios que viven en Georgia y amenazar a Azerbaiyán con acciones militares sobre el territorio de Nakhichevan. Por su parte, Teherán, que espera beneficiarse de un ventajoso reparto de los recursos del Caspio, puede ejercer mucha presión desde el sur. Las ventajas estratégicas inmediatas de esta operación militar son, sin duda, remarcables. Con una Osetia unida, Moscú podría dominar los principales pasos centrales de la cordillera del Gran Cáucaso y las vías de comunicación entre los mares Caspio y Negro, al tiempo que terminaría de asfixiar a Chechenia.
En cuanto a Abjasia, la otra región separatista georgiana, tiene una importancia para Rusia incluso mayor que Osetia del Sur. Este puerto del mar Negro le permitiría contar con una alternativa al de Sebastopol, en la península de Crimea. Para Rusia siempre ha sido una prioridad estratégica contar con salidas a mares calientes. Sebastopol fue el lugar ideal durante la época soviética. Alquilado desde 1997 por una Ucrania independiente a cambio de 70 millones de euros anuales, Kiev ha mostrado recientemente su voluntad de rescindir el contrato en 2017. Mala noticia precisamente cuando la marina rusa, después de lustros oxidándose amarrada, había recomenzado tímidamente su singladura por los mares del mundo.
Pero todo apunta a que Rusia, acuciada por la necesidad, puede haber caído en la trampa de los separatismos. Es el retorno de la geopolítica clásica, del ejercicio de la influencia en la esfera mundial, de las teorías del espacio vital que precisan los Estados para desarrollarse, de la geoestrategia del cerco y contracerco. Y puede que haya cogido al Kremlin falto de cintura.
Si falla en su intento, y es Georgia la que ve reforzada su posición, el descrédito internacional puede ser mayúsculo. Por el contrario, si logra su objetivo y Osetia del Sur y Abjasia se independizan de Georgia, su propio éxito se puede volver en su contra. A partir de ese momento tendría muy complicado controlar los nacionalismos separatistas existentes en su territorio. Chechenia, Ingusetia, Daguestán, Kabardino-Balkaria o Karachay-Cherkessia, por poner algunos ejemplos de la misma zona geográfica, podrían lanzarse a buscar fórmulas similares. El resultado podría ser la pérdida de su posición privilegiada en el Cáucaso y que se viera impedida para hacer realidad su anhelo de ascender nuevamente a la categoría de gran potencia.

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