Enrique Vázquez
¿Es realmente posible oponerse a una decisión internacional tomada por los Estados Unidos y secundada sin fisuras por Londres, Berlín y París, el núcleo central de la UE? El razonable no que se espera como respuesta remite a argumentos propios de la política internacional, posibilista y calculadora como ninguna, a una mezcla de resignación y 'realpolitik', no a cuestiones de principio. Y eso sucede con la inminente independencia de Kosovo, provincia serbia hasta nueva orden, es decir, hasta que la mayoría albanesa proclame la secesión, El desafuero desde el punto de vista legal es obvio: la resolución de las Naciones Unidas 1244 del verano de 1999 traducía la derrota del dictador Milosevic, sobre el terreno y políticamente, a manos de la OTAN cuya fuerza aérea venció sin perder un solo hombre. Pero mencionaba al territorio como lo que era jurídicamente y como lo reconocía la conferencia de Helsinki de 1975, que consagró la intangibilidad de las fronteras estatales europeas. Nada pasará sobre el terreno y Moscú ha hecho saber, con prudencia y realismo, que aunque no reconocerá al nuevo Estado y tiende su mano a Serbia, no ejercerá represalia alguna contra quien lo haga, que será, poco a poco, una legión. Pero ayer circuló un ominoso anuncio que la oficiosa agencia Interfax atribuía al ministerio ruso de Exteriores: Moscú cambiará su criterio en relación con las regiones rusófilas de Osetia del Sur y Abjasia, parte del Estado georgiano. Un poco más al fondo, lo que sucede es como el último capítulo de las guerra fría, presuntamente terminada: una gran base militar norteamericana ya está construida en suelo kosovar y Putin percibe todo esto como una operación envolvente de Rusia, en su perímetro tradicional. Si Georgia es a su vez amputada, por lo demás, entrará a toda velocidad en la Alianza y entonces el Kremlin podría estimular la secesión de las provincias pro-rusas y rusófobas de Ucrania en nombre del deseo de la mayoría de sus ciudadanos. Como en Kosovo. Y ese el problema: Kosovo como antecedente
¿Es realmente posible oponerse a una decisión internacional tomada por los Estados Unidos y secundada sin fisuras por Londres, Berlín y París, el núcleo central de la UE? El razonable no que se espera como respuesta remite a argumentos propios de la política internacional, posibilista y calculadora como ninguna, a una mezcla de resignación y 'realpolitik', no a cuestiones de principio. Y eso sucede con la inminente independencia de Kosovo, provincia serbia hasta nueva orden, es decir, hasta que la mayoría albanesa proclame la secesión, El desafuero desde el punto de vista legal es obvio: la resolución de las Naciones Unidas 1244 del verano de 1999 traducía la derrota del dictador Milosevic, sobre el terreno y políticamente, a manos de la OTAN cuya fuerza aérea venció sin perder un solo hombre. Pero mencionaba al territorio como lo que era jurídicamente y como lo reconocía la conferencia de Helsinki de 1975, que consagró la intangibilidad de las fronteras estatales europeas. Nada pasará sobre el terreno y Moscú ha hecho saber, con prudencia y realismo, que aunque no reconocerá al nuevo Estado y tiende su mano a Serbia, no ejercerá represalia alguna contra quien lo haga, que será, poco a poco, una legión. Pero ayer circuló un ominoso anuncio que la oficiosa agencia Interfax atribuía al ministerio ruso de Exteriores: Moscú cambiará su criterio en relación con las regiones rusófilas de Osetia del Sur y Abjasia, parte del Estado georgiano. Un poco más al fondo, lo que sucede es como el último capítulo de las guerra fría, presuntamente terminada: una gran base militar norteamericana ya está construida en suelo kosovar y Putin percibe todo esto como una operación envolvente de Rusia, en su perímetro tradicional. Si Georgia es a su vez amputada, por lo demás, entrará a toda velocidad en la Alianza y entonces el Kremlin podría estimular la secesión de las provincias pro-rusas y rusófobas de Ucrania en nombre del deseo de la mayoría de sus ciudadanos. Como en Kosovo. Y ese el problema: Kosovo como antecedente
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