domingo, 11 de noviembre de 2007

El ejemplo del muro sigue vivo


No es fácil descubrir en Berlín qué queda de uno de los mayores acontecimientos del siglo pasado

La caída del muro es quizá la imagen más famosa del triunfo de la acción popular no violenta

Sin ciudadanos en la calle no hay revolución. Con ellos se puede cambiar el curso de la historia

Acuérdense, acuérdense del 9 de noviembre. ¿Pero quién es capaz de hacerlo? Si no hubieran visto el encabezamiento de esta columna, ¿habrían sabido, sin dudarlo, que estoy hablando de cuando cayó el muro de Berlín, hace 18 años? Las fechas envejecen más deprisa que nosotros, dijo el poeta Robert Lowell, y la mayor parte del tiempo es verdad.

Para una generación anterior de ciudadanos de Europa central, el 9 de noviembre significaba la Reichskristallnacht, la noche de los cristales rotos de 1938, cuando los matones nazis dejaron las calles de Berlín regadas con los cristales machacados de los escaparates de establecimientos judíos. Para aquéllos todavía de más edad, era el intento fallido de golpe de Hitler el 8 y 9 de noviembre de 1923. Cada 9 de noviembre sustituye al anterior. Tal vez dentro de unos años -Dios no lo quiera-, un 9 de noviembre haya un atentado terrorista en Berlín (esperemos que frustrado) y los alemanes tengan que decidir si lo llaman el 9 del 11, a la europea, o el 11/9, como en Estados Unidos.
Esta semana pasé una tarde, junto con un viejo amigo de Alemania del Este, enseñándole a mi hijo pequeño, que tenía tres años en 1989, los sitios en los que antes estaba el muro. No queda casi nada: unos cuantos trozos de cemento y arena barrida (la "franja de la muerte" en la que disparaban a los que trataban de escaparse de la parte oriental), fotografías de museo de imagen granulada y un monumento sobrio y oxidado. Hay más vida en las ruinas de Persépolis. Para quienes estuvimos allí, la experiencia -tanto el largo encarcelamiento de nuestros amigos como el mágico instante de la liberación- es inolvidable, se nos quedó grabada en la memoria y transformó nuestras vidas; sin embargo, para explicárselo a alguien que no lo vivió, es preciso un esfuerzo de evocación digno de un novelista. "Para sentir lo que fue" ("Fuehlen, wie es war"), dice, en un periódico local, el pie de una foto que muestra a unos niños estirando los dedos para tocar una reproducción del muro, de plástico multicolor e iluminada por dentro, erigida por un artista coreano frente a la Puerta de Brandeburgo. Habría que decir más bien: lo que no fue.
Este distanciamiento no se debe exclusivamente a la edad o a la lejanía física. Mientras cenábamos le pregunté al hijo mayor de mi viejo amigo alemán, que en el verano de 1989 tenía 21 años y huyó de Hungría a Austria a través del telón de acero perforado, y que hoy es sacerdote en Berlín Oeste, qué dirían sus feligreses si este domingo dedicara su sermón a hablar de su experiencia. No mucho, contestó. La congregación de Berlín Oeste seguramente pensaría: ya está éste otra vez dándonos la lata con sus recuerdos orientales. Como los hijos, aburridos, cuando el padre empieza a contar por enésima vez sus historias como soldado en Vietnam o en la II Guerra Mundial.
Pero imaginemos el caso de una joven nacida en la mañana del 9 de noviembre de 1989 aquí, en Berlín Este, desde donde escribo este artículo, y que, por tanto, ha cumplido 18 años este viernes. ¿Cómo celebraría su mayoría de edad, qué pensaría? "Igual que alguien en España o Gran Bretaña", dicen mis amigos. Probablemente, España es una comparación más apropiada. Esa persona puede tener, desde luego, la sensación general de que hay cierto pasado oscuro y siniestro que sucedió antes de que naciera, como lo que podría ser la sombra de la dictadura de Franco para una joven madrileña; pero la importancia que tiene ese hecho en su vida, hoy, es marginal.
¿Cómo es posible, entonces, que este acontecimiento tan trascendental, que según muchos historiadores representa el final del "siglo XX corto", se haya borrado con tanta rapidez de la memoria vivida? Tal vez porque, a diferencia del 4 de julio, por ejemplo, no fue el inicio de algo que todavía está con nosotros (Estados Unidos). Más que un gran comienzo, fue un final grandioso.
A la mañana siguiente, el aire estaba cargado de preguntas. ¿Podía (y debía) unirse Alemania de forma pacífica? ¿Podía (y debía) el comunismo, que había abolido prácticamente toda la propiedad privada, mutilado el imperio de la ley y suplantado la democracia con la "dictadura del proletariado", volver a transformarse en capitalismo? Como decía un chiste de la época: sabemos que es posible convertir un acuario en sopa de pescado, pero ¿es posible convertir la sopa de pescado en un acuario? Dieciocho años después, estas preguntas han encontrado respuesta. Sí, es posible. Cuando me dirigía en coche al centro de Berlín vi una tienda de estilo hippy y alternativo que tenía en la puerta una parodia de los famosos letreros del Berlín de la guerra fría, en los que se leía: "Está saliendo del sector americano" (es decir, de Berlín Oeste, para entrar en el sector soviético, es decir, Berlín Este). El letrero de broma decía: "Está dejando el sector capitalista". Salvo que no es verdad. Incluso en medio del incienso y las cuentas que llenan esa tienda alternativa, el capitalismo está floreciente.
La prueba definitiva del triunfo del capitalismo se ve en un impresionante anuncio a todo color aparecido en las páginas de The Economist y The Financial Times en las últimas semanas. Muestra a Mijaíl Gorbachov, con aire pensativo, sentado en la parte posterior de un coche; a través del cristal puede verse uno de los pocos fragmentos del muro de Berlín que aún subsisten. Junto a él se ve una bolsa de cuero de Louis Vuitton, el fabricante cuyos artículos de lujo anuncia hoy este personaje histórico y protagonista de nuestra época. Dieciocho años después, ése me parece un símbolo perfecto de los tiempos en los que vivimos.
¿Qué queda, pues, de aquella increíble noche de noviembre, cuando el pueblo creó su propia historia bailando a través del muro? "Was bleibt?", preguntaba con pesar la novelista de Alemania del Este Christa Wolf. Creo que, aparte de esos recuerdos que se desvanecen, hay por lo menos una cosa que aún tiene futuro. La caída del muro es quizá la imagen más famosa del triunfo de lo que se llama "resistencia civil", es decir, la acción popular no violenta. Siguió a manifestaciones masivas y pacíficas en Leipzig y otras ciudades de Alemania del Este. Como me dijo entonces un obrero germano oriental: "Ve, esto demuestra que Lenin se equivocó. Lenin dijo que una revolución sólo podía triunfar si recurría a la violencia, pero ésta ha sido una revolución pacífica".
La revolución de las velas de Alemania del Este, como la llamaron algunos, tuvo antecedentes, desde las campañas no violentas de Gandhi y Martin Luther King hasta el movimiento de Solidaridad en Polonia. También ha tenido numerosos sucesores, como la revolución de terciopelo en Praga, sólo unos días después, y luego Suráfrica, Eslovaquia, Serbia, Ucrania, en tiempos más recientes; las protestas encabezadas por los monjes budistas en Birmania (denominadas, con demasiada precipitación, revolución azafrán), y, en los últimos días, las de los abogados trajeados en Pakistán. (No tardaremos en ver algún lema de la revolución de los abogados, si es que algún periodista no lo ha utilizado ya).
Estoy participando en un proyecto de investigación fascinante, dirigido por mi colega de Oxford Adam Roberts, en el que estamos examinando muchos de estos ejemplos de resistencia civil para tratar de averiguar por qué algunos han triunfado y otros han fracasado. El valor, la imaginación y la organización de las protestas pacíficas no bastan si a eso no se añade la presencia, la benevolencia y la voluntad de otros elementos de poder (el ejército y la policía, una potencia colonial, los Estados vecinos, los medios de comunicación internacionales, las fuerzas económicas). Hace falta tener a un Gorbachov, a un Helmut Kohl, unas cámaras de la televisión occidental y, por supuesto, unos dirigentes dispuestos a rendirse sin un solo tiro disparado con ira; pero también son necesarios los ciudadanos en las calles, con sus velas, sus pancartas, sus lemas imaginativos y la fuerza de los números. Sin ellos no hay revolución. Con ellos es posible cambiar el rumbo de la historia, incluso frente a una superpotencia nuclear. La fecha pueda difuminarse, pero el ejemplo sigue vivo.

www.timothygartonash.com Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

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