jueves, 14 de agosto de 2008

El Cáucaso, el mayor desafío para Europa

PARIS.? No crean que el conflicto del Cáucaso es un asunto local. Se trata, probablemente, del momento más decisivo de la historia europea desde la caída del Muro de Berlín.
Lo demuestra el clamor que llega desde Moscú: ?¡Genocidio!?, acusa Vladimir Putin, que ni siquiera se dignó a pronunciar esa palabra durante la conmemoración del 50° aniversario de Auschwitz. ?¡Munich!?, invoca el blando Dimitri Medvedev para insinuar que Georgia, con sus 4,5 millones de habitantes, es la reencarnación del Tercer Reich.
Nos cuidaremos de subestimar las capacidades de ambos líderes, pero sospechamos que, al fingir indignación, y sobre todo exagerándola, los gobernantes rusos manifiestan la voluntad de asestar un golpe decisivo.
Los asesores del Kremlin han repasado los clásicos de la propaganda totalitaria: cuanto más grande es la mentira, tanto mayor es su efecto.
¿Quién fue el primero en abrir fuego, la semana pasada? La pregunta es obsoleta. Los georgianos se retiraron de Osetia del Sur, territorio que la legislación internacional, conviene recordar, coloca bajo su jurisdicción. También se han retirado de los pueblos vecinos. ¿Tendrán que retirarse también de su propia capital?
La verdad es que la intervención del ejército ruso más allá de sus fronteras, contra un país independiente, miembro de la ONU, representa una gran novedad desde hace varias décadas. Para ser exactos, desde la invasión de Afganistán.
En 1989, Mikhail Gorbachov se negó a enviar los tanques soviéticos contra la Polonia del sindicato Solidaridad. Yeltsin se cuidó muy bien, cinco años después, de permitir que las divisiones rusas penetraran en Yugoslavia para prestar apoyo a Slobodan Milosevic. El mismo Putin no se arriesgó a enviar sus tropas para combatir la Revolución de las Rosas (Georgia, 2002) ni más tarde contra la Revolución Naranja (Ucrania, 2004).
Pero hoy, todo se tambalea. Y corremos el riesgo de que, ante nuestros ojos, aparezca un mundo nuevo, con nuevas reglas.
¿Qué esperan la Unión Europea y Estados Unidos para detener la invasión de Georgia, un país amigo de Occidente? ¿Veremos a Mikhail Saakashvili, un líder aliado de Occidente, elegido democráticamente, derrocado, exiliado, reemplazado por un títere o con la soga al cuello?
¿Se restablecerá el orden en Tiflis como se restableció en Budapest en 1956 y en Praga en 1968? Sólo hay una respuesta para estas preguntas. Es necesario salvar a una democracia amenazada de muerte. Porque esta historia no atañe exclusivamente a Georgia, sino también a Ucrania, Azerbaiján, a Asia central, a Europa del Este, y por lo tanto, a toda Europa.
Si permitimos que los tanques y los bombarderos destruyan Georgia, daremos a entender a todos los países de la región, más o menos vecinos de la Gran Rusia, que ya no los defenderemos, que nuestras promesas son papel mojado, que nuestras buenas intenciones son palabras vacías y que no deben esperar nada de nosotros.
Queda poco tiempo. Empecemos entonces por decir con claridad quién es el agresor: es la Rusia de Putin y de Medvedev, ese célebre "liberal" desconocido que debía funcionar como contrapeso del nacionalismo de Putin. Basta de tergiversaciones y de hacer pasar a las luciérnagas por faros: los 200.000 muertos de Chechenia, catalogados como "terroristas"; el destino del Cáucaso del Norte, rotulado de "un asunto interno"; Anna Politkovskaya, considerada una periodista suicida; Litvinenko, un extraterrestre. Y admitamos finalmente que la autocracia putiniana, nacida por gracia de los oscuros atentados que ensangrentaron Moscú en 1999, no representa un interlocutor confiable, y menos aún una potencia amiga.
¿Con qué derecho esta Rusia agresiva, amenazante y de mala fe sigue siendo miembro del Grupo de los Ocho? ¿Por qué tiene aún una banca en el Consejo de Europa, una institución nacida para defender los valores de nuestro continente? ¿De qué sirve seguir haciendo costosas inversiones, especialmente alemanas, para construir un gasoducto bajo el Báltico con el único beneficio -para los rusos- de no utilizar las tuberías tendidas a través de Ucrania y de Polonia? Si el Kremlin insiste en sus agresiones en el Cáucaso, ¿no sería conveniente que Europa reconsiderara todas las relaciones que mantiene con su gran vecino? Rusia tiene tanta necesidad de vender su petróleo como nosotros de comprarlo. Con audacia y lucidez
A veces se puede extorsionar a un extorsionador. Si Europa encuentra la audacia y la lucidez necesarias para enfrentar el desafío, demostrará que es fuerte. De lo contrario, está muerta.
Los dos firmantes de este artículo les pedían públicamente, en una carta fechada el 29 de marzo de 2008, a Angela Merkel y Nicolas Sarkozy que no obstaculizaran el ingreso de Georgia y Ucrania en la OTAN. Esa decisión, escribimos entonces, protegería el territorio de ambos países. El gas seguiría llegando. Y la "lógica de guerra", que tanto hace temblar a algunos, perdería.
Estamos convencidos de que nuestra negativa enviará una señal desastrosa a los nuevos zares de Rusia. Les demostrará que somos débiles y volubles, que Georgia y Ucrania son tierras conquistables y que estamos dispuestos a inmolarlas con gusto sobre el altar de las renovadas ambiciones imperiales rusas.
No integrar, o más bien no pensar en integrar a esos países al espacio de la civilización europea, tendrá un efecto desestabilizante para toda la región, dijimos en el artículo. En suma, si se cede ante Putin significa que estamos dispuestos a sacrificar nuestros principios por él, y retirándonos ahora, antes de haber intentado nada, sólo conseguiremos reforzar en Moscú el nacionalismo más virulento.
Era como imaginarnos lo peor, pero sin creerlo del todo. Pero lo peor ya ocurrió. Para no molestar a Moscú, Francia y Alemania vetaron la perspectiva de adhesión de Georgia. Putin comprendió perfectamente el mensaje, al punto de que lanzó su ofensiva como señal de gratitud.
Llegó la hora de cambiar de método. Los europeos fueron testigos, impotentes debido a sus divisiones internas, del sitio de Sarajevo. Vieron cómo se destrozaba Grozny, impotentes por ciegos. ¿La cobardía nos obligará esta vez a contemplar, pasivos y de rodillas, la capitulación de la democracia de Tiflis?
El estado mayor del Kremlin nunca creyó en la existencia de una "unión europea". Sabe muy bien que bajo las bellas palabras que brotan al por mayor en Bruselas acechan las rivalidades seculares entre las soberanías nacionales, que pueden manipular a su antojo y que son mutuamente paralizantes.
El test georgiano es una prueba de la existencia o no de Europa. La Europa que se construyó contra la Cortina de Hierro, contra los fascismos de ayer y de hoy, contra sus propias guerras coloniales, la Europa que festejó la caída del Muro y celebró la revolución de terciopelo, está hoy al borde del coma. 1945-2008: ¿veremos sellar el fin de nuestra breve historia común en esas olimpíadas del terror que actualmente se desarrollan en el Cáucaso?
Traducción de Mirta Rosenberg

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