martes, 29 de julio de 2008

Rusia, Ucrania y Occidente

Las relaciones de Rusia con Occidente han estado regidas, a lo largo de los siglos, por una curiosa ley de atracción y repulsión. Un historiador ruso ha enumerado hasta veinticinco ciclos sucesivos de aplicación de la citada ley, desde los tiempos de Iván III El Grande, durante cuyo reinado en la segunda mitad del siglo XV se inició la construcción del Kremlin moscovita (símbolo de la centralización del Estado, como El Escorial filipino), y que es considerado el primer unificador de las tierras y los pueblos rusos.
Es bien conocido uno de los periodos de máxima atracción de Rusia por Occidente, protagonizado por el zar Pedro I, que precisamente abandonó el Kremlin por su nueva capital, San Petersburgo, abierta por mar a la Europa Occidental. Viajó de incógnito a varios países europeos y su admiración por la civilización occidental le llevó, entre otras cosas, a prohibir el uso de las largas barbas tradicionales entre los nobles cortesanos. También modificó el calendario ruso, en el que los años comenzaban en septiembre y su cómputo se originaba en lo que la Iglesia Ortodoxa había establecido como año de creación del mundo. Consciente del atraso ruso respecto a la Europa del Renacimiento, se esforzó porque en Rusia penetrase algo del pensamiento occidental y su manera de vivir, sin que tuviera mucho éxito en el empeño.
Si Pedro I representó un máximo en el ciclo de atracción, es indudable que Stalin marcó también un máximo en el de la repulsión, durante el cual Rusia (entonces URSS) se cerró a un mundo que tenía por hostil. Durante la Guerra Fría, hasta los mapas locales fueron alterados para evitar que el mundo occidental pudiera obtener, a través de ellos, datos y pistas que facilitasen un ataque contra la Madre Patria.
Obsérvese que, en ambos casos, poco tuvo que opinar el pueblo ruso, pues los ciclos de atracción y repulsión fueron producto exclusivo de la voluntad o los caprichos de los dirigentes políticos del momento. Pero sí cabe constatar que muchos de estos ciclos se sucedieron casi automáticamente, por pura necesidad, y que a un periodo de repulsión y cierre sucedía otro de atracción, para compensar los inconvenientes percibidos en el ciclo anterior. Algunos analistas rusos, para frenar el actual ciclo de repulsión, del que no ven próxima la salida, consideran que la evolución política de Ucrania será la que marque, en buena medida, el rumbo de los acontecimientos. Consideran que Ucrania es una amenaza para Rusia, no para su seguridad sino para su instrumento propagandístico. El Kremlin aspira a que el modelo de desarrollo ucraniano no tenga éxito y sea rechazado por el pueblo ruso. Siendo los ucranianos más próximos y parecidos a los rusos que otros pueblos exsoviéticos que también han elegido vías distintas de evolución (como las repúblicas bálticas, siempre percibidas como extrañas), desde Moscú se observa con recelo el desarrollo político de la Ucrania postsoviética.
Los futurólogos suelen exagerar las situaciones que anticipan en sus especulaciones, pero ciertos argumentos poseen peso suficiente para ser considerados. Si Ucrania tiene éxito en su aproximación a Europa, como se piensa en algunos círculos de Kiev, esto será la condena del “capitalismo de KGB” instaurado por Putin en Moscú. Resolverá, de una vez para siempre, el viejo dilema entre europeístas y eslavófilos en amplios sectores de la opinión rusa. Un analista ruso escribe: “Si prosigue la paranoia antioccidental del Kremlin y persiste la idea de una alianza euroasiática con China, veremos a este país dominar Siberia y nuestro Lejano Este. Y, aún peor, esa Rusia debilitada, legado del erróneo rumbo impuesto por Putin, acabará perdiendo el favor de los pueblos del Volga y del norte del Cáucaso, dominados por un islamismo en auge que no hace diferencias entre Rusia y EEUU al definir al satán occidental”. La predicción sigue: “El resto de Rusia acabará uniéndose a Ucrania, que entonces ya será miembro de la Unión Europea”.
Los que así opinan, en Moscú o en Kiev, prevén que, en unos pocos decenios, de seguir la política preconizada por el tándem Putin-Medvedev, se cerrará sobre sí misma y volverá a sus orígenes la Historia de Rusia, que nació a finales del siglo IX, en torno a Kiev, capital de la vieja Rus. Tras haber sido dominada por los mongoles, los lituanos y polacos, los zares de Moscovia, el régimen soviético y el putinismo final, sueñan con que Kiev recobre la hegemonía política en la Rusia del futuro.
Los sueños, sueños son, pero cuando sus raíces se hunden en la Historia, cuando el sentir de los pueblos sintoniza con ellos y la política de los dirigentes los enarbola como estandarte, no conviene desdeñarlos. Aunque el sueño de los ucranianos en Kiev y de los visionarios de Moscú esté hoy ensombrecido por el poder de las mafias corruptas que dominan la política en ambos Estados, siempre quedan quienes se esfuerzan por alcanzar un futuro más atractivo.

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