martes, 16 de marzo de 2010

Desmemoria de la historia

El disidente soviético Víctor Kravchenko, en su libro Yo escogí la libertad, describe una imagen pavorosa de la hambruna ucraniana: un ama de casa rural de aquel país hirviendo excrementos de caballo. Los caballos, es sabido, tienen la boca muy grande y no han leído ninguno de los libros escritos por eminentes nutrólogos donde se dice que lo sano es masticar la comida muchas veces. Así pues, brutos como son, los caballos comen a mogollón, bocao a bocao, y esto hace que traguen, a menudo, pequeños frutos enteros, los cuales, a veces, son sólo parcialmente procesados por sus estómagos, con lo que terminan en sus intestinos, relativamente incólumes, mezclados con el resto de la mierda.

La mujer del libro de Kravchenko hervía dicha mierda buscando que el agua separase esos frutos razonablemente sólidos, para así poder comérselos.

Millones de personas en Ucrania fueron condenadas por el DTV (Demócrata de Toda la Vida) Josif Stalin a estos extremos de hambruna. Paradójicamente, en una de las áreas del mundo que es un granero natural. Todo ello, en aras de un proyecto: la construcción de la URSS.

Ya he escrito en este blog que la gestión de las nacionalidades no fue precisamente el fuerte de los dirigentes soviéticos. La combinación de su carácter rusocéntrico y la esencia antinacional del comunismo auténtico (un buen comunista, por mucho que apoye en aras de la libertad a las nacionalidades, es internacionalista y clasista; así pues, un comunista vasco debería identificarse antes con un obrero vietnamita que con un tendero de Getxo) hizo que una de las labores de la construcción de la URSS fuese doblegar a aquellos territorios que, en su seno, querían seguir siendo particulares.

A esto se une, o se cruza como en los segmentos secantes, la lucha contra el campesinado. Los campesinos, por esencia fuertemente ligados a la tierra y renuentes a renunciar a su propiedad, fueron uno de los grandes obstáculos para el desarrollo de la revolución. Para poder sacar adelante su proyecto soviético, Vladimir Lenin, en quien ahora muchos quieren ver el germen de un demócrata (como hay gente que quiere ver lo mismo en José Antonio Primo de Rivera; y es que, como cantaba la canción procaz, son distintas las maneras/que tienen de purgarse las porteras, véase post scriptum), ordenó y ejecutó una política de apiole masivo del campesino que se obstinaba el seguir siendo propietario, el kulak.

¿Por qué Ucrania? Pues, simple y llanamente, porque en Ucrania se juntaban ambas cosas. Ucrania era el punto en el que los dos segmentos se secaban. A los ucranianos les jode poderosamente que los occidentales, en generalización propia de la distancia, los llamemos rusos. Ellos tienen su propia nacionalidad y la querían seguir teniendo. Y ese movimiento social, además, era un movimiento básicamente rural porque en la Ucrania de hace ochenta o noventa años, haber haber, lo que había eran agricultores y ganaderos.

En los años 1932 y 1933, con el objeto de doblegar esta resistencia rural-nacional, el padrecito Stalin sometió a Ucrania a una hambruna que, a mi modo de ver, calza como un guante en la calificación de genocidio. Desde el poder sostenido a base de represión, el Kremlin se llevó, literalmente, todas las cosechas ucranianas, castigando al pueblo ucraniano sin cena para que se fuese enterando de quién mandaba.

El propio Stalin le confesaría a Winston Churchill que en la broma habían muerto, literalmente de hambre, diez millones de ucranianos. Pudieron fácilmente ser menos, pero en todo caso no bajaron de cuatro millones. Piénsese en la cifra. En el Bernabéu caben, creo, 90.000 personas. Piénsese en 44 estadios Santiago Bernabéu, construidos uno detrás de otro, y todos ellos petados de cadáveres, muertos de hambre.

La hambruna de Ucrania contó, además, con importantes complicidades intelectuales en Occidente. Por ejemplo, el periodista americano Louis Fisher, muy querido por algunos estudiosos de la guerra civil española (era amigo de Negrín), el cual, en marzo de 1935, publicó en Estados Unidos un artículo que comenzaba con este primer párrafo (traducción propia): «He estado leyendo las historias de Thomas Walker en el New York Evening Journal y otros periódicos de la cadena Hearst acerca de la hambruna en la Ucrania soviética. Estos cuentos y las fotos que les acompañan son tan fantásticos e irreales, y tan distintos de la Ucrania que yo he vistado en julio y agosto de 1934, que me alimentaron las sospechas».

(I have been reading Thomas Walker’s stories in the New York Evening Journal and other Hearst Newspapers about famine in Soviet Ukraine. These tales and accompanying photographs are so fantastic and unreal, and so unlike the Soviet Ukraine which I visited in July and August of 1934 that my suspicions were aroused.) El artículo completo, en inglés, está aquí.

A Stalin, por lo tanto, no le faltaron amiguitos que en Occidente dijesen que todo era mentira, que ellos habían estado allí y que no habían visto nada. Que Ucrania era el mundo cascada de colores/mágico mundo de colores.

Viene a colación esta historia porque hace muy pocos días, en la Comisión de Educación del Congreso, se ha debatido una proposición para que este asuntillo de la hambruna ucraniana fuese incluido en los currículos escolares, supongo que en la asignatura de Historia. La propuesta no prosperó por los votos unidos del PSOE y del resto de grupos a su izquierda. Por lo que he podido leer, estos grupos se han apresurado a decir que no cuestionan la gravedad de los hechos, pero que votaron en contra por un hecho formal, y es que el Congreso no es quien debe decidir qué materias se estudian en las escuelas. Valiente disculpa. Como si fuera la primera vez que el Congreso, o cualquier otra Asamblea política, aprobase proposiciones estéticas, con escaso poder ejecutivo pero alto significado simbólico. ¿Acaso no se aprueban mociones solicitando la libertad para el Kurdistán o la salvación para la foca monje?

¿Qué les das, Iosif Visarionovich Dzhugashvili, qué les das?

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