domingo, 1 de marzo de 2009

Una Europa fraccionada

Tanto en la eurozona como en Europa central y del Este y en los países que aún no pertenecen a la Unión, la situación actual es insostenible.

      Una salida, propugnada por George Soros y otros, es crear bonos del Gobierno únicos para toda la eurozona

      Muchas familias polacas tienen sus préstamos en francos suizos. Los intereses se les han duplicado de golpe

      En esta crisis todo está sometido a tensiones extremas. Incluso la propia Europa. Están saliendo a la luz los peores aspectos de la manera que ha tenido la Unión Europea de agruparse política y económicamente en los 20 años transcurridos desde que el mundo cambió en 1989. Como vimos con los bancos de inversiones el pasado otoño, si estalla un mamparo, es probable que estallen otros detrás.

      Empecemos por la eurozona. Para los países que tienen el euro, la divisa ha sido una fuente de estabilidad y fortaleza en esta tormenta. Los aspirantes a pertenecer a la eurozona, como Polonia, desearían ser ya miembros. Incluso en el Reino Unido se ha reabierto el debate sobre si el país estaría mejor, o no, con el euro. Sin embargo, al mismo tiempo, las tensiones entre los distintos miembros de la eurozona están agudizándose. Unas tensiones que se remontan a su diseño original.

      Al preguntar a un destacado analista japonés cuál es la primera lección que extrae de la década de estancamiento en su país, responde: "Es necesario que exista la máxima coordinación posible entre la autoridad monetaria y la autoridad fiscal". La eurozona posee una autoridad monetaria, pero 16 autoridades fiscales nacionales. En la práctica, sólo las une vagamente un pacto de crecimiento y estabilidad, mientras que sufren intensas presiones políticas en sus respectivos países, porque la política democrática en Europa sigue teniendo un alcance casi exclusivamente nacional. Y eso tiene consecuencias. Por ejemplo, como los Gobiernos de la eurozona han tenido distintos comportamientos a lo largo de los años, sus bonos se han valorado de manera distinta en los mercados. Y en tiempos de crisis, esas tensiones aumentan. La seguridad ante todo, dice el inversor. De modo que, aunque el Gobierno griego, por ejemplo, me ofrezca mejores rendimientos por los préstamos que le haga, tal vez prefiero prestar al Gobierno alemán. Y cuantos más inversores piensan eso, más aumentan las diferencias. Al final, algo tiene que saltar.

      Una posible salida, propugnada en los últimos tiempos por George Soros y otros, es crear unos bonos del Gobierno únicos para toda la eurozona. Como esa zona incluiría a Gobiernos más débiles y arriesgados, Alemania tendría que pagar un poco más para obtener el dinero prestado que necesita a través de esos bonos. Imagínense lo que pensarían los votantes alemanes. ¿Cómo? ¿Que ahora que Alemania se hunde en la recesión, nosotros, los contribuyentes alemanes, debemos pagar para rescatar a los griegos y a los italianos de las consecuencias de su irresponsabilidad fiscal? Unerhört! Unmöglich! ["Inaudito, imposible"]. Dado que nuestra política todavía es nacional, los políticos que tuvieran que tomar esa decisión pagarían el precio en las elecciones que se celebrarán en Alemania en otoño. La gratitud de griegos e italianos no les aporta ningún voto. Es decir, como tenemos una unión monetaria, pero no una unión política, las decisiones que tienen más en cuenta los intereses europeos a largo plazo que los intereses nacionales inmediatos son más necesarias, pero, al mismo tiempo, tienen menos recompensa.

      Todavía más grave es la situación de los países de Europa central y del Este que han entrado en la Unión en los últimos 10 años, pero todavía no están (con la excepción de Eslovaquia y Eslovenia) en la eurozona. En las últimas semanas, la tempestad les ha golpeado con dureza. En vez de hallar la seguridad en la nave de la UE, su estrecha relación financiera con Europa occidental se ha convertido en parte de su problema.

      Hace 20 años, tras las revoluciones de terciopelo que acabaron con el comunismo en 1989, esos países se propusieron entrar en el capitalismo sin tener capital. De modo que se abrieron de par en par a las inversiones occidentales. Hoy en día, sus bancos más importantes, en general, tienen propietarios o accionistas mayoritarios occidentales. Esos dueños occidentales, golpeados por una crisis financiera cuyo origen no estaba en Europa central, sacaron las garras. Sus empresas originales y sus respectivos mercados nacionales les importaban más, y Europa central y del Este cayó víctima de una advertencia general contra los mercados emergentes de riesgo. Los préstamos occidentales se interrumpieron. Y cuando esos países empezaron a ver cómo caían sus divisas, se encontraron con que tenían que esforzarse para pagar los intereses de los préstamos en divisas occidentales. Y no sólo los Gobiernos y las empresas. Bastantes familias polacas de clase media, por ejemplo, disponen de préstamos hipotecarios en francos suizos. Cuando el valor del zloty polaco cayó, los intereses que tenían que pagar se duplicaron prácticamente de la noche a la mañana.

      Como es natural, cada país se las ha arreglado mejor o peor. Hungría y Letonia ya han ido a pedir ayuda al FMI. La empresa de análisis financieros Standard and Poor's acaba de reducir la valoración crediticia de Letonia a un nivel basura en el que ya se encuentra Rumania. Ambos países tienen en común el sentimiento de desesperación e injusticia. En una mesa redonda celebrada en Viena el pasado fin de semana oí al líder del principal partido de la oposición en Hungría, Viktor Orban, quejarse del proteccionismo financiero de Occidente. Es un lenguaje suave, comparado con la retórica populista, antioccidental y antiliberal que va a empezar a correr si la situación se prolonga.

      Peor aún es la situación de los países que todavía no pertenecen a la UE: el tercer círculo, por así decir, del infierno actual que atraviesa Europa. Ya antes de la crisis financiera, la fuerza magnética de la UE estaba disminuyendo a ojos vista en lugares como Turquía, Ucrania y Bosnia. Ahora, todavía más. Ucrania es un desastre, y se oyen alarmantes informaciones de que Bosnia está en pleno retroceso y el líder serbobosnio está agitando los viejos demonios de la separación étnica.

      No digo que las tendencias separatistas acaben triunfando de forma inevitable en ninguno de los tres círculos. Lo que quiero decir es que está en juego el futuro de todo el proyecto europeo que conocemos desde finales de los cuarenta y especialmente desde 1989. Las fuerzas de la integración y la desintegración, de la solidaridad europea y del egoísmo nacional, centrípetas y centrífugas, se encuentran en un fino equilibrio. Existen algunos indicios de que Europa está empezando a ver las cosas más claras, como la cumbre de Berlín de la semana pasada y el anuncio, esta semana, de las propuestas para crear un marco supervisor financiero de ámbito europeo. Los optimistas alegarán que las crisis han sido los catalizadores de la integración europea durante toda su historia.

      Lo que es evidente es que no podemos seguir como estamos. Si no avanzamos, retrocederemos. Avanzar, subrayo, no hacia unos Estados Unidos de Europa idealizados, sino hacia una organización práctica y suficientemente fuerte para capear el temporal. Que lo logremos o no dependerá de tres cosas. Unas fuerzas mundiales que escapan a nuestro control, la calidad de los dirigentes europeos, y el margen y la confianza que les otorguen sus electorados nacionales.

      A principios de esta semana visité la casa conmovedoramente modesta de Jean Monnet en el campo al suroeste de París. Contiene recuerdos de otros tiempos todavía más turbulentos, entre ellos, un ejemplar de la proclamación de la Unión Franco-Británica en 1940 y una vieja máquina de escribir en la que se redactó uno de los primeros borradores de lo que iba a ser la Declaración Schuman, de la que nacería la Comunidad Europea del Carbón y el Acero, origen de la Comunidad Económica Europea, que, a su vez, acabó convirtiéndose en la Unión Europea. Europa, declaró Schuman, "no se construirá de una sola vez, ni de acuerdo con un solo plan. Se construirá a base de logros concretos que crearán, ante todo, una solidaridad de facto".

      A Monnet le gustaba citar un dicho según el cual existen dos clases de personas: las que quieren ser alguien y las que quieren hacer algo. Sin embargo, aunque los líderes europeos actuales demuestren que pertenecen a la segunda clase, en las democracias sólo pueden hacer lo que nosotros, sus ciudadanos y votantes nacionales, les dejemos. Me parece que, hoy, ni en el Reino Unido, ni en Polonia, ni en Francia, ni en Alemania, ni en Letonia, ni en Austria vamos a dejarles hacer lo suficiente. -

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