martes, 24 de agosto de 2010

Sonrisas y lágrimas rumbo a Kiev

Nastya Gvidanko nació hace ocho años en Ivankiv, Ucrania. Un lugar situado a unos doscientos kilómetros de Chernóbil. Hasta allí también llega la radiación. Nastya tiene el pelo rubio y unos ojos enormes azul claro. Sonríe todo el tiempo, le encantan los perros y echa de menos a su hermano y a sus primos. «Tengo ganas de volver a casa», concede.
La de este verano ha sido su primera visita a España. El resultado es claro: «Ha engordado tres kilos y se marcha con dos centímetros más de altura». Inmaculada Mitxelena, su madre de acogida, es quien lleva la cuenta desde que Nastya llegó a Getxo hace dos meses. «Los mocos que tenía se le quitaron al mes. Cuando vienen recuperan salud. El primer año se les nota más el cambio», cuenta. «Naia llegó demacrada y con el pelo muy fino», asegura Jon Azkorra mirando a Naia Tkach, otra niña ucraniana, de Orane, que tiene once años y ha estado viviendo con Jon y su familia en Getxo los cuatro últimos veranos.
Todas las versiones coinciden. Los 262 niños que ayer esperaban su vuelo rumbo a Kiev en el aeropuerto de Loiu tienen el pelo rubio y brillante. Sin embargo, llegaron a España con el cabello «lacio y sin vida, ojerosos y bastante más débiles». Los padres de acogida sonreían satisfechos por haberles brindado 60 días sanos y los críos se debatían entre la risa y el llanto ante la despedida. Todos son hijos de la catástrofe nuclear de Chernóbil. Han pasado 24 años desde aquel terrible accidente, pero las secuelas aún hacen mella en los habitantes del lugar. Sobre todo en los más pequeños, en los que la radiación provoca un descenso de defensas. «Según la Organización Mundial de la Salud, bastan cuarenta días sin estar expuesto a ella para limpiar el organismo. Nosotros les damos dos meses», explica Marian Izaguirre, presidente de la Asociación Chernóbil que nació en Bilbao en 1996, 10 años después de la tragedia. Aquel año, un grupo de mujeres decidió hacer caso al llamamiento de ayuda de Naciones Unidas y fundó esta asociación, que opera en el País Vasco y organiza el programa de acogida todos los veranos.
Como hace setenta años
«Los requisitos de los niños que vienen son, en primer lugar, ser un afectado por Chernóbil y, después, que quieran venir», enumera la presidenta. Este año se han sumado a la iniciativa 53 pequeños. «La crisis no ha afectado tanto como esperábamos», reconoce Izaguirre. Otras exigencias para estos visitantes son tener entre 5 y 17 años y una situación económica que les impida salir del radio de radiación por su propios medios.
Justo por eso, la mayor parte de ellos no sólo se llevan una salud mejor, sino también la experiencia de cambiar por completo de estilo de vida. «En casa no tenemos lavavajillas, el fuego de la cocina es de gas y no hay baños», narra Naia. Su caso no es raro. Izaguirre cuenta que lo normal es que la mayoría vivan sin electricidad o sin agua y en espacios muy reducidos. Aunque la asociación trabaja en dos áreas, una rural y otra urbana, Izaguirre explica que «la zona urbana no es de ciudades como las que nos imaginamos».
De hecho, algunos de estos padres explican que una de las cosas que más cuesta a la hora de convivir con estos niños es comprenderlos. «Están en la generación de hace setenta años o más. Hay que tener mucha paciencia», señala Teresa Fernández de Torres. Ha acogido por tercera vez a Nykola Davidenko, de once años. El joven volvía al fin a su país, en el que, además de una familia, había dejado a una novia. Ayer, como la mayoría de sus compañeros, viajaba cargado de regalos. Un balón de baloncesto nuevo, zapatillas de fútbol a estrenar, un libro cómico de Súper Humor, un álbum de fotos y chucherías. Se llevaba todo lo que había podido meter en la maleta, pero no era suficiente. «Lo que más echo de menos de España es a mi familia de aquí», confiesa.

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