lunes, 8 de septiembre de 2008

Diálogo o guerra fría con Rusia

Para mitigar el trauma de la desintegración de la URSS, el presidente de Rusia Boris Yeltsin ideó en diciembre de 1991 la Comunidad de Estados Independientes (CEI), a la que se incorporaron las repúblicas exsoviéticas, excepto las tres bálticas, para formar un espacio confederal de interés estratégico, de cooperación económica, un remedo de la Unión Europea (UE), cuyas instituciones quedaron bloqueadas por conflictos abiertos o latentes, hasta desembocar en una organización virtual desgarrada entre aliados del Kremlin y aspirantes a integrarse en la OTAN.Georgia no se unió a la CEI hasta diciembre de 1993, en circunstancias harto controvertidas, tras una guerra civil en la que Moscú intervino a favor del presidente Eduard Shevardnadze, que había sido ministro de Exteriores con Gorbachov. Los estrategas rusos codificaron entonces la expresión extranjero próximo para aludir a la CEI, espacio de interés vital para Rusia. Lema y pretexto de Yeltsin para enviar tropas a Georgia, forma parte del dogma de restauración y desagravio imperante desde que Putin se instaló en el Kremlin, en el año 2000.EN LOS ÚLTIMOS 20 años, Rusia se sintió acosada en su frontera occidental con el ingreso de los países bálticos en la OTAN, el escudo antimisiles del Pentágono en Polonia y la República Checa y las revoluciones de colores en Georgia, Ucrania y Kirguizistán (2003-2005), para instalar gobiernos orientados hacia Washington, una cadena de actuaciones que los rusos consideran inamistosas y que violan de manera flagrante, a su juicio, las garantías que Alemania y EEUU dieron a Gorbachov y Yeltsin sobre la seguridad y las fronteras inamovibles de la Alianza Atlántica.La independencia de Kosovo, patrocinada por Estados Unidos y la UE, fue otra humillación de los eslavó- filos que predican la cruzada desde Moscú como tercera Roma, antaño meca de las legiones proletarias, ahora centro de un imperio que no osa decir su nombre. La guerra re- lámpago de Georgia simboliza el fin de la retirada general rusa de los últimos 20 años y constituye una advertencia dirigida a Occidente y a los países que integran el extranjero próximo, especialmente Georgia, Ucrania y Moldavia, donde hay realidades heredadas de la época soviética que desafían la lógica e irritan a los rusos.Moscú no solo rechaza la pretensión de Washington de un papel hegemónico en los asuntos mundiales, sino que reclama una zona de influencia, dictada por la geografía y la historia, según el presidente Medvédev, mientras Putin, al inspeccionar las obras del oleoducto transiberiano hacia China y el Pacífico, advertía a los europeos de que no será difícil encontrar mercados alternativos para sus hidrocarburos.La situación alimenta los designios imperiales. Casi el 40% de los ucranianos son rusos o rusohablantes. Crimea, histórica y demográficamente rusa, fue regalada por Jruschov a Ucrania en 1956, y Transniéster, la región separada de facto de Moldavia, tiene una situación similar a las de Abjasia y Osetia del Sur. Los rusos son casi el 40% en Estonia y Letonia, donde se consideran discriminados, y el 28% en Kazajstán. Rusia cuenta con Armenia como cliente, ya que los armenios de Nagorno-Karabaj, con permiso del Kremlin, imponen la secesión de esa región de Azerbaiyán, el eslabón petrolero de la zona, supuestamente neutral.Aunque Putin ha sabido frenar su pavorosa decadencia, asociada a una catástrofe demográfica, Rusia está convaleciente y presenta innumerables debilidades, zonas de fractura o retraso. El mito del Ejército Rojo, que empezó a desmoronarse en Afganistán, no pudo resistir el ocaso del comunismo, pero su potencia militar y nuclear es impresionante, la única que puede destruir EEUU. Primer productor mundial de gas natural y segundo de petróleo, gran exportador de armas, dispone de unas reservas en dólares que superan los 300.000 millones.CUANDO EL ministro ruso de Exteriores, Serguei Lavrov, exige a EEUU que abandone su proyecto de acorralar a Rusia, en realidad piensa en Ucrania, cuya adhesión a la OTAN liquidaría los sueños de una Unión Eslava (Rusia, Ucrania y Bielorrusia) y afectaría tanto a la industria de defensa como al poder naval en el mar Negro y la sacrosanta profundidad estratégica.Hay que negociar un nuevo orden para afrontar el desafío del "mundo posamericano", según la realidad estratégica que se abre paso en Washington. Frente a una espiral de acción-reacción (despliegue de la OTAN en el Báltico y en el mar Negro), acompañada por la escalada retórica, como en Georgia, hay que preservar un diálogo que tenga en cuenta todos los intereses, única manera de evitar la evolución inexorable hacia un nuevo reparto en el estilo de Yalta, corolario de la nueva guerra fría, o el repliegue azaroso de Moscú hacia el rencor por Occidente y las ansias de desquite.Si el futuro de Europa se juega en el Cáucaso, según la hipérbole utilizada en Estocolmo o Londres, quizá la Unión Europea debería olvidar los recuerdos belicosos de los suecos y los turbios problemas del espionaje inglés con la mafia rusa exiliada. Para el empeño de convocar a todos los actores, como propician Alemania y Francia, parece una señal equivocada la visita del vicepresidente de Estados Unidos, Richard Cheney, a Georgia, Azerbaiyán y Ucrania, como si fueran las nuevas marcas del imperio, lo que solo servirá para inflamar las tensiones con Moscú.

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