Como se preveía desde hace años el ala más tradicional de la Iglesia anglicana, escandalizada por el sector más progresista y la aceptación en algunas diócesis de la ordenación de mujeres y homosexuales, así como de las uniones de éstos, ha terminado por llamar formalmente a la puerta del Vaticano. Y Benedicto XVI se la ha abierto, de forma pactada y sin ningún enfado por parte de los anglicanos, otra de las novedades de ayer. Lo ha hecho con una fórmula que les permite convertirse al catolicismo, pero conservando sus ritos y características. La principal y más llamativa, que los curas que estén casados lo podrán seguir estando, como los católicos de rito oriental de Ucrania y otros países del Este. Hacía mucho que era normal el goteo de prelados y fieles anglicanos al catolicismo, pero esta apertura a un auténtico trasvase de enteras estructuras abre amplias posibilidades para un hipotético retorno a la unidad de buena parte de esta confesión. En realidad, es el mayor paso dado hasta ahora para rehacer un cisma de casi cinco siglos.
Los detalles se concretarán en una constitución apostólica, uno de los máximos documentos papales, que será promulgada dentro de dos semanas. Los anglicanos que se conviertan, aceptando la autoridad del Papa y el catecismo, formarán «ordinariatos personales», una especie de prelaturas, al estilo del Opus Dei. Es decir, que no dependerán del obispo de su zona, sino que formarán una estructura paralela. ¿De cuánta gente se está hablando? Lo único claro es que son entre 30 y 50 obispos, un centenar de sacerdotes y el grupo conservador Traditional Anglican Communion, cuyo primado es australiano, que había pedido el ingreso en bloque y dice contar con unos 400.000 fieles. Es una parte mínima de 80 millones de anglicanos, pero lo importante es que la puerta y la vía queda abierta. No se sabe cuánto movimiento registrará, pues esta Iglesia vive una aguda crisis interna.
Números aparte, se trata de un episodio interesante y de cierta relevancia histórica, además de un estupendo golpe de imagen para la Iglesia católica. Al Vaticano se le reprocha que se mantenga firme en su doctrina y no se adapte a los tiempos, pero precisamente ese rasgo es visto como virtud por otros cristianos, hasta el punto de cambiar de bando. Benedicto XVI puede probar así que no se trata de correr detrás de los fieles que se van para plegarse a sus expectativas, sino que su esfuerzo de integridad y retorno a la tradición tiene recompensa. El primer paso fue el inicio de la reconciliación con los 'lefevbrianos', el grupo católico ultraconservador escindido en 1988. El lunes se abre la negociación definitiva con este grupo, y no se les escapará que también les puede servir una fórmula similar, encajándoles como una sensibilidad diversa.
Sin embargo, emerge una paradoja que abre un debate inevitable y es que, por acoger ahora a estos anglicanos conservadores, se les acepta lo que se niega a los sectores católicos más progresistas: que los curas puedan casarse. El prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, William Jospeh Levada, lo admitió ayer en la rueda de prensa en la que anunció la noticia: «Muchos sacerdotes católicos que han dejado la Iglesia para casarse ahora se preguntarán por qué son aceptados ministros casados». Explicó que es «una excepción». Pero es una excepción que abre una brecha. Con palabras sorprendentes, Levada añadió que la decisión es «una respuesta razonable e incluso necesaria a un fenómeno global, ofreciendo un único modelo canónico para la Iglesia universal adaptable a diversas situaciones locales». Serán aceptados los curas ya casados y se examinarán caso por caso los seminaristas que ya tienen esposa. No obstante, los obispos casados serán rebajados a sacerdotes.
No deja de ser llamativo que si el sexo fue determinante para crear la Iglesia anglicana, separada de Roma en 1534 porque el rey inglés Enrique VIII quería casarse cuando le apeteciera, también lo sea ahora para que una porción de ese cisma se recomponga. La confesión anglicana vive desde hace tres décadas una gradual y profunda laceración interna por la avanzada progresista de la rama estadounidense, la Iglesia Episcopal, en el campo sexual: en 1974 aceptó la ordenación de mujeres y en 1989, que fueran obispos. El resto de los anglicanos secundaron el sacerdocio femenino en 1992, pero los pasos continuaron en los noventa en diócesis audaces, que admitieron el matrimonio y la ordenación de gays y lesbianas.
A partir de entonces se fueron sucediendo puntos de rotura, como en 2003 con la ordenación del homosexual Gene Robinson como obispo de New Hampshire y diversos episodios aquí y allá, como en California, que en 2008 estuvo a punto de tener como obispo a una lesbiana con pareja. Para los fieles de ideas más tradicionales la situación era insoportable.
Esta fuga hacia el catolicismo le viene también muy bien a la Santa Sede para advertir de los peligros de aperturas e innovaciones. Basta mirar a los primos protestantes, con la casa en pleno derrumbe.
Por otro lado, reafirma la utilidad de la autoridad única del Papa, pues en el caso anglicano las diócesis gozan de mucha autonomía respecto a Canterbury y de ahí también ha nacido la disgregación.
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