Europa occidental le idolatraba, pero en casa era duramente criticado. Su ‘perestroika’ agrietó el muro, pero él se consumía en un mar de dudas. Éstas son las claves del papel decisivo del líder de la URSS.
El muro de Berlín acababa de caer. En la Unión Soviética, en un tren que se dirigía de Donetsk (Ucrania) a Moscú, dos pasajeros lo comentaban así:
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Desde la Unión Soviética, el problema no era la reunificación alemana sino cómo se llevó a cabo sin que Gorbachov estuviera a la altura
–¡Qué vergüenza que se van todos los alemanes del Este!
–Todos, incluso los dirigentes.
–Claro que cada alemán del Este tiene a otro alemán en el Oeste que lo recibe; a diferencia de nosotros, que, si se abriera la frontera también aquí, no tenemos a nadie.
–También la revolución de 1917 está en la picota.
–Los comunistas exterminaron la flor y nata de nuestro país.
–¡Pobre país!
El diálogo derivó en una lista de bienes de consumo para los que había que hacer cola y en una crítica a Raisa (“ni que fuera la zarina, y el pueblo pasando hambre”), la esposa de Mijaíl Gorbachov, el secretario general del Partido Comunista de la URSS.
Escuché y apunté esta conversación al concluir un viaje a la cuenca minera de Donbás. En 1989, el movimiento de protesta de los mineros, que se extendió por Siberia, el norte de Rusia y Ucrania, era uno de los grandes desafíos internos de laperestroika, aunque, como se vio, nunca llegaría a ser como Solidaridad en Polonia.
En política exterior, el “nuevo pensamiento” de Gorbachov sedujo a los europeos yagrietó el muro. Muchos ciudadanos soviéticos se alegraban sinceramente de ello, pero tenían otros problemas y percibían la reunificación alemana desde circunstancias diferentes a las europeas. Sólo un 6% de los rusos consideró la caída del muro como el mayor acontecimiento de la historia del siglo XX, según sondeos efectuados bajo la dirección de Yuri Levada en 1994. En 2008, este porcentaje era de un 5%, muy por debajo de la victoria de la URSS en la Segunda Guerra Mundial, que para los rusos es el evento más importante del pasado siglo, explica el sociólogo Borís Dubin. En la actualidad, un 50% de los rusos cree que el hecho más significativo de hace veinte años fue el fin de la retirada de las tropas soviéticas de Afganistán; un 24%, la caída del muro, y un 22%, el movimiento de los mineros. Con el paso del tiempo, los hitos de laperestroika, como las elecciones libres del primer parlamento democrático en la URSS, se han visto devaluados, pues los rusos asocian aquellas reformas con experiencias desagradables como el empobrecimiento, señala Dubin. Efectivamente, un 55% creía en 2006 que la perestroika tuvo un papel negativo en su vida.
El otoño de 1989 era época de júbilo para los alemanes y de inquietud y penuria para los soviéticos. Uno de los temas que el Politburó, el máximo órgano de dirección colectiva del PCUS, trató por entonces fue “la escasez de jabón”. Además de las protestas mineras, el deterioro de la economía y crecientes dificultades financieras, Gorbachov se enfrentaba al independentismo del Báltico, la violencia creciente entre Armenia y Azerbaiyán en el Cáucaso, y las presiones de los reformistas radicales para que avanzara en la reforma política y acabara con el monopolio del Partido Comunista.
el líder soviético se consumía en un mar de dudas sin atreverse a impulsar el proceso que él mismo había empezado. “La desgracia era que Gorbachov ya no podía hacer nada sustancial, incluso aunque lo decidiera”, escribía su ayudante, Anatoli Cherniáyev, el 23 de octubre de 1989 en su diario. La causa, señalaba, no eran los conservadores dirigidos por Igor Ligachov, ni los burócratas, sino la “falta de mecanismos” para ejecutar las decisiones. Para el partido comunista –cuyo funcionariado o estaba “desmoralizado o esperaba a que todo se hundiera”– era ya demasiado tarde; para nuevas instituciones democráticas, demasiado pronto.
A principios de octubre, Gorbachov viajó a Berlín para festejar el 40º aniversario de la RDA. Fue de mala gana, porque el régimen de Erich Honecker boicoteaba la perestroikay prohibía sus publicaciones, como Sputnik y Nóvoe Vremia. Los jóvenes manifestantes comunistas le pidieron socorro y Gorbachov volvió a Moscú diciendo que la RDA le recordaba “una caldera hirviendo, con una tapa firmemente cerrada”, y que Honecker era un mudak (traducible por huevón), según Cherniáyev. Pocos días después, el 18 de octubre, Honecker tuvo que dimitir.
las divergencias de Honecker y otros líderes comunistas con Gorbachov no eran sólo por instinto de conservación o conservadurismo, sino también por escepticismo ante la perestroika, puntualiza Karen Brutents, ex consejero del líder soviético. Honecker, escribe, le había echado en cara a Gorbachov que las tiendas de la URSS estuvieran vacías.
En junio de aquel año, los alemanes occidentales habían aclamado a Gorby en Bonn, pero el líder soviético no entendía aún que el recibimiento de wessies y ossies era diferente del que le deparaban otros europeos. “Los alemanes no sólo querían libertad, sino unirse entre ellos”, afirma Andréi Grachov, ex asesor y portavoz de Gorbachov. Para Grachov, tanto su ex jefe como el ministro de Exteriores, Eduard Shevardnadze, “creían en el ciudadano soviético”. “Fue un error ignorar la importancia del problema de la unidad alemana como problema nacional por encima de lo ideológico”, señala.
De forma vertiginosa, en pocos meses, los dos Estados alemanes surgidos de la Segunda Guerra Mundial –y legitimados por el Acta Final de Helsinki en 1975– pasaron de la idea de una confederación a la de un solo Estado integrado en la OTAN. Según Grachov, los mismos soviéticos dieron a Kohl la idea de proponer una confederación, en concreto Valentín Falin, experto en temas alemanes que dirigía la sección de Internacional del Comité Central. Falin “intentaba poner un marco a un proceso que se iba de las manos” y envió a Nikolái Portugálov a defender la idea de la confederación ante Horst Teltschik, el ayudante de Kohl. Se trataba de una iniciativa personal del mismo Falin, pero Kohl y Teltschik creyeron que la idea tenía el apoyo de Gorbachov. “Si el Kremlin había madurado hasta el punto de considerar la reunificación, ¿cómo iban a quedarse ellos atrás?”, dice Grachov. Según él, la iniciativa de Falin propició de forma indirecta el plan de 10 puntos de Kohl, que, de entrada, irritó a Gorbachov, quien sospechaba con razón que el canciller quería forzar la marcha.
Gorbachov insiste en que no se oponía al rumbo de la Historia, pero sí hubiera querido que éste hubiera sido más pausado. El presidente soviético asegura que ya en los funerales de su predecesor, Konstantín Chernenko, en 1985, indicó a sus colegas de los países del Pacto de Varsovia que se había acabado la llamada “doctrina Breznev”, a tenor de la cual la URSS había intervenido en los asuntos internos de sus aliados. Gorbachov lo repitió incluso desde la tribuna de la Asamblea General de la ONU en diciembre de 1988, así que “cuando los alemanes del Este salieron a la calle y los soldados soviéticos permanecieron en sus cuarteles de la RDA, el muro quedó a merced del viento”, sentencia Grachov.
Con la ayuda de EE UU (que presionaba a Francia y Reino Unido), Kohl arrancó concesión tras concesión a Gorbachov, quien dio su consentimiento definitivo a la idea de una Alemania unida miembro de la OTAN en julio de 1990 durante su viaje con Kohl a Arjiz (en el Cáucaso). Se pusieron de acuerdo en que el territorio de la ex RDA tendría un estatus especial que excluía la presencia de armas nucleares y de tropas extranjeras de la OTAN, tras la retirada de las tropas soviéticas (concluida en 1994).
gorbachov ha acusado a sus socios occidentales de no cumplir las promesas que sonaron en 1990 y haber aprovechado el hueco dejado por el Pacto de Varsovia para ampliar la OTAN y olvidar los proyectos sobre una nueva arquitectura de seguridad europea común que se perfilaban en Moscú para acompañar la reunificación alemana. “Si la URSS se hubiera conservado, la ampliación de la OTAN no hubiera surgido”, dice Cherniáyev. Gorbachov no tenía una estrategia clara y “capituló” en Arjiz “a espaldas de nuestros aliados del Pacto de Varsovia”, opina Falin, que acusa de “improvisación” al líder soviético. Tras quedarse sin recursos financieros, Gorbachov estaba dispuesto a “dar medio reino por un caballo” y pidió un crédito de 4.500 millones de marcos a Kohl para poder alimentar a los soviéticos, señalaba Falin en una entrevista en 2005.
la integración de los antiguos aliados soviéticos en la OTAN ha reforzado la convicción rusa de que Occidente sacó partido egoísta de la incapacidad de Moscú para mantener –o renovar– su mecanismo de seguridad en Europa. El resquemor por las concesiones del pasado, al margen de que éstas pudieran evitarse o no, influye en la dureza con la que en el presente los dirigentes rusos afirman –como Vladímir Putin en Múnich– los intereses nacionales en el mundo.
¿Era posible una Alemania neutral, tal como quería Gorbachov antes de que el secretario de Estado norteamericano James Baker le convenciera de que no era deseable? “Hubiera sido peligroso y no por revanchismo de los alemanes, sino porque los europeos y la URSS hubieran rivalizado por influir sobre ellos”, afirma Dimtri Trenin, director del Centro Carnegie de Moscú, que sirvió cinco años como oficial soviético en la RDA. En 1989, Trenin era uno de los negociadores en las conversaciones de desarme de Ginebra y celebró con champán la reunificación alemana.
Inicialmente, la política exterior de Gorbachov tenía el consenso de los miembros del Politburó. “Ligachov también quería buenas relaciones con Occidente y apoyaba el desarme. Los reproches a Gorbachov vinieron después de la caída del muro, cuando la URSS perdió las posiciones geoestratégicas conseguidas en Europa tras la Segunda Guerra Mundial”, dice Grachov. La crítica de los conservadores le costó el puesto al ministro de Exteriores, Eduard Shevardnadze, en diciembre de 1990. El problema no era la unificación alemana, sino cómo se llevó a cabo, explica Brutents, según el cual Gorbachov “no estuvo a la altura”, “no tenía un plan de acción pensado ni mostró la necesaria voluntad” en la defensa de los intereses de la URSS.
Entre los reformistas más radicales, el llamado Grupo Interregional de Diputados del nuevo Parlamento soviético, había quien se preguntaba ya en el otoño de 1989 si Gorbachov no acabaría cesado como Honecker. El historiador Yuri Afanásiev creía que los acontecimientos en Europa del Este eran motivo para forzar las reformas en la URSS, pero el escritor Alexandr Gelman opinaba que, bajo la influencia de los sucesos de Praga y Berlín, los liberales soviéticos experimentaban una “cierta euforia” injustificada, porque en la URSS “la situación es bastante más difícil de lo que parece”.
alexandr Pumpianski, que fue director del periódico Novoe Vremia, se preguntaba por entonces qué impedía a los rusos marcharse hacia el Oeste como sus aliados del Pacto de Varsovia. “En 1989 parecía que podíamos superar el error trágico iniciado en 1917, el rumbo a la utopía comunista que enmascaraba una dictadura, pero ni Gorbachov ni Yeltsin comprendían el mundo en que vivían”, afirma el periodista. “Hoy, tenemos bienes de consumo y propiedad privada, y aunque todo parece como en Occidente, en realidad no lo es. Tenemos un clan que monopoliza el poder y un sistema egoísta y especulativo que se ha rodeado de un nuevo muro invisible, una fortaleza construida con acusaciones a Occidente”, señala.
Borís Pankin, ministro de Exteriores de la URSS tras el golpe de Estado de agosto de 1989, cree que Moscú debería haberse involucrado más en el destino de los dirigentes y funcionarios de la RDA, que fueron objeto de purgas y juicios tras la reunificación. Pankin explica que Hans Dietrich Genscher, el ministro de Exteriores de la RFA, le exigió con arrogancia que permitiera la extradición de Erik Honecker, quien se había refugiado en Moscú en 1991. Pankin convenció a Yeltsin, el presidente de Rusia, de que no entregara a Honecker, pero sólo brevemente. En julio de 1992, Honecker fue enviado a Alemania. La reunificación tuvo un precio, el de trasladar y reubicar al contingente militar soviético de la RDA. Tras humillantes regateos de última hora, la retirada del Ejército Rojo vino a costar unos 15.000 millones de marcos (hay otras estimaciones). El desmantelamiento de las instalaciones militares soviéticas en la RDA se tradujo en un “colosal robo”, según Trenin, pero las investigaciones y procesos contra los altos cargos del Ejército se perdieron en la vorágine de los años noventa.
En 1989, los reformistas del Comité Central que propagaban la perestroika consideraban fundamental que Occidente les comprendiera y creyera que la reforma iba en serio. Insistían en ello en diciembre en Malta, tras la cita de Gorbachov y el presidente norteamericano George Bush, y en Kiev tras el encuentro con el presidente francés François Mitterrand. Pensaban aquellos entusiastas que si eran comprendidos serían también ayudados y partían de la idea de sincronizar los procesos globales con los regionales y de unir dos Alemanias y dos Europas. Una oportunidad global fue la cumbre de países de la CSCE (hoy OSCE) en noviembre de 1990 y la Carta de París. Pero aquellos planes no pudieron desarrollarse, en parte porque los dirigentes soviéticos se quedaron sin su propio país y los occidentales estaban confusos sobre a quién ayudar (al soviético Gorbachov o al ruso Yeltsin). Casi dos décadas más tarde, la creación de un espacio de seguridad común en el continente, que se esbozaba como el tema de las nuevas relaciones entre la OTAN y el Pacto de Varsovia, ha sido retomada por el presidente Dmitri Medvédev. Así que Rusia y Occidente tienen todavía por lo menos un muro por derribar. P
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