sábado, 22 de enero de 2011

La ciudad infernal

Cómo será la ciudad siberiana de Norilsk para que su supuesta página turística, una de las primeras referencias que aparecen en internet, resulte ser en realidad una parodia: «Norilsk se encuentra en medio de un exuberante paisaje verde, bañada en aire ártico limpio y rico en oxígeno. Bosques espesos y densas praderas se extienden cientos de millas en todas las direcciones. Miles de especies de plantas y animales viven juntas en armonía», anuncia la web. Lo único cierto es el adjetivo 'ártico': de entre todas las ciudades del mundo que superan los 100.000 habitantes, Norilsk es la situada más al norte, en un lugar donde la sensatez desaconseja establecer asentamientos de este tipo. Con temperaturas que suelen alcanzar los 50 grados bajo cero en invierno, con 45 días anuales de noche perpetua y otros 45 en los que no llega a ponerse el sol, vivir allí ya resultaría incómodo por motivos puramente meteorológicos, pero es que además Norilsk ocupa un puesto destacado entre las ciudades más contaminadas del mundo. Las factorías humeantes que la rodean por todos los puntos cardinales -da igual de dónde sople el viento, porque siempre encontrará alguna chimenea en su camino hacia las casas- inundan el casco urbano de emisiones tóxicas. En Norilsk, el aire huele y sabe a azufre, la nieve adquiere tonos amarillentos o negruzcos y la esperanza media de vida de los obreros es diez años menor que en el resto de Rusia. Los pocos árboles que se ven en un radio de 50 kilómetros están muertos.
¿Qué pintan 140.000 personas en ese rincón hostil al que, durante muchos años, solo se podía llegar en barcazas? La clave está en el subsuelo, donde se oculta el mayor yacimiento de níquel y paladio de todo el planeta. Esa riqueza mineral está detrás de los orígenes de la ciudad, tan terribles como sus condiciones de vida: durante décadas, Norilsk fue simplemente un campo de trabajos forzados, parte del siniestro gulag soviético. Decenas de miles de prisioneros murieron en el proceso de excavar las minas en el suelo congelado y tender vías de tren: cuentan los historiadores que ni siquiera había que vigilar mucho a los condenados, porque no existía ningún sitio al que escapar. Todavía hoy, el deshielo -ese momento de rara felicidad en una ciudad cubierta de nieve durante 250 días al año- sigue sacando a la luz los huesos de presidiarios sepultados en el balasto de las vías. Hasta la caída del régimen soviético, la versión oficial contó que los fundadores de la ciudad habían sido heroicos «voluntarios», dispuestos a sacrificarse por el avance de la industria.
Un tubo de escape
La contaminación industrial, de un alcance casi inconcebible en pleno siglo XXI, se deja sentir en una superficie similar a la de Alemania, según los cálculos de la delegación rusa de Greenpeace. «Si alguien de Norilsk se pone enfermo en Moscú, la manera de curarlo es acercarlo al tubo de escape de un coche», bromean los residentes, acostumbrados al regusto ácido en la boca. La poderosa compañía Norilsk Nickel, que explota las minas y en cierto modo es la dueña de la ciudad, se ha comprometido a reducir a un tercio las emisiones de dióxido de azufre antes de 2020, pero nadie tiene mucha confianza en que lo consiga.
A este deprimente panorama se suma, por supuesto, la estética de la ciudad, un mamotreto socialista de aburridas avenidas que parece diseñado para no gustar. Claro que todo es relativo, y hasta el infierno puede parecer un lugar acogedor si ha sido siempre tu casa: «Mis recuerdos de Norilsk son estupendos -explica Inna Skavitina, una joven que creció en la remota ciudad siberiana-. Patinaba, esquiaba, llegaba a casa a las dos de la madrugada y parecía que eran las cinco de la tarde, no iba al colegio la mitad del tiempo por las malas condiciones meteorológicas... La oscuridad también está muy bien, porque es la época en la que se producen las auroras boreales y la ciudad se ve hermosa, toda iluminada. Esos son mis recuerdos».

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